domingo, 9 de enero de 2011
Die Serapionsbrüder I
(...) »Puede uno imaginar el estado de ánimo en que quedó el conde Hyppolit. Y no acabó ahí la cosa, pues, por aquel tiempo, un viejo y fiel criado se topó a solas con el conde y aprovechó para hacerle saber que la condesa salía todas las noches del palacio y no regresaba hasta el alba. El conde se quedó helado. Sólo entonces reparó en que, desde hacía tiempo, le invadía siempre a medianoche un sueño invencible que atribuyó, ahora sí, a algún narcótico que la condesa le suministraba para poder abandonar sin ser vista el dormitorio que, en contra de las costumbres al uso en la nobleza, compartía con su esposo. Los más negros presagios invadieron su mente. Pensó en la diabólica madre, cuyo espíritu acaso renacía en la hija, y también en alguna execrable y adúltera relación amorosa, e incluso en el perverso hijo del verdugo.
»La noche siguiente aclaró el terrible misterio que suponían las incomprensibles escapadas nocturnas de su esposa. La condesa solía cada noche preparar ella misma el té para su esposo, y se ausentaba inmediatamente. Ese día el conde decidió no beber una sola gota de té. Tenía por costumbre leer en la cama hasta caer dormido, y sin embargo, en aquella ocasión, no sintió en modo alguno el letargo en que siempre se sumía a medianoche. No obstante, se dejó caer entre las almohadas y aparentó que dormía profundamente. Con sumo cuidado, la condesa abandonó la estancia, se aproximó a la cama del conde, le pasó la luz por los ojos y, creyéndolo dormido, se deslizó fuera de la alcoba. Con el corazón latiéndole con fuerza, el conde se levantó, se echó una capa sobre los hombros y siguió a la condesa. Era noche de luna llena, de forma que, aunque le llevaba una apreciable ventaja, el conde pudo distinguir con claridad la figura de Aurelie, que iba vestida con un camisón blanco. La condesa se dirigía por el parque hacia el cementerio, y, una vez allí, desapareció a través del muro. El conde, apresurándose, cruzó la puerta del camposanto, que encontró abierta, y pudo ver, al brillante resplandor de la luna, un círculo de horribles figuras fantasmales: viejas mujeres semidesnudas, de hinojos en la tierra, con el cabello ralo al viento, se disputaban el cadáver de un hombre que yacía en medio del grupo y al que despedazaban y devoraban con la voracidad de lobas. ¡Y Aurelie se encontraba entre ellas!
»Presa de un pánico infernal y mortífero, el conde huyó de allí estremecido de horror y, corriendo sin rumbo, cruzó los senderos del parque hasta que se encontró al amanecer, bañado en intenso sudor, ante las puertas de su palacio. Inconscientemente, sin pensar lo más mínimo en lo que hacía, subió corriendo las escaleras y atravesó varias estancias hasta llegar al dormitorio. Allí estaba la condesa, aparentemente entregada a un dulce y apacible sueño. El conde, plenamente consciente de su caminata nocturna a tenor del rocío que había humedecido su capa, pugnó, sin embargo, por convencerse de que podía haber sido una espantosa pesadilla, o tal vez un abominable espejismo de los sentidos, lo que le había producido aquel terror mortal. Abandonó la alcoba sin despertar a la condesa, se vistió y montó a caballo.
»El paseo ecuestre en aquella hermosa mañana a través de la fragante espesura, con el alegre canto de las aves saludándolo en derredor, le ahuyentó las aterradoras imágenes nocturnas. Consolado y sereno, regresó a palacio. Pero cuando el conde y su esposa se sentaron a solas en la mesa, y ella, a la vista de la carne, hizo señales de la más profunda repulsión tratando de salir del comedor, todo aquello de lo que había sido testigo la noche anterior salió a relucir en toda su verdad y crudeza a los ojos del conde. Poseído por una rabia salvaje, se levantó de un salto y gritó con voz terrible:
»—¡Maldito engendro del infierno, ya sé por qué aborreces el alimento de los hombres, pues es de las tumbas de donde sacas tu sustento, mujer diabólica!
»Apenas había pronunciado aquellas palabras, la condesa se abalanzó sobre él, dando alaridos, y le mordió en el pecho con la furia de una hiena. El conde derribó a la enfurecida mujer de un poderoso golpe, y allí exhaló Aurelie su último suspiro entre convulsiones sobrecogedoras. El conde se volvió loco.»
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